*Publicado en www.lasopa.pe, no lo leas.
Me despierto y me preparo para ir a la universidad, ya en la universidad, en medio de una clase, recuerdo una de las miles de historias que me suele contar mi padre sobre la epopéyica vida que tuvo mi abuelo y de como ésta lo llevo a morir tuberculoso en la cárcel. Ya en la tarde de regreso a mi casa, decido ir a conocer “eso” que hizo palpitar el corazón de miles de peruanos que, como mi abuelo y muchos abuelos más de la democracia, sacrificaron toda una vida tranquila en familia por otra llena de avatares y que en muchos casos culminó en una trágica y valerosa muerte.
Llego al local del APRA, en la famosa “Avenida de los Pañuelos Blancos” y al ver esa casona antigua con decenas de personas que dialogan y van de un lugar a otro, me entra una sensación extraña, como de nostalgia, pues las ya míticas historias escuchadas comienzan a asomar como si fueran parte de mi propio pasado. Pero a la vez tengo un sensación de expectativa y alegría, por fin voy a conocer “La Casa del Pueblo”, por fin entenderé a que hay detrás de tanto “loco apro”, como algunos los llaman.
Una vez dentro comienzo a buscar jóvenes que me puedan contagiar esas ganas de luchar por algo, en vez de vivir padeciéndolo. Busco, busco y hasta que por fin encuentro en una sala a un conjunto de jóvenes, y por la acalorada forma en que conversan pareciera que estuviesen en un debate ideológico, así que decido entrar.
Pero no entiendo lo que discuten, no escucho nada sobre las tesis antiimperialistas del Viejo, de las que tanto hablaba mi abuelo y de las que ahora me conversa mi padre; al parecer discuten por la elección de unos cargos. En eso comienzan los insultos e improperios, se dan pequeños amagos de bronca y termina intempestivamente la reunión.
Salgo de la sala en la que estaba y camino por lo que llaman “el Pasaje Arévalo” y vuelvo a ver varios grupos de jóvenes, pero entre estos grupos se atacan, sigo sin poder encontrar a alguien para conversar y decirle que quisiera ser como aquellos personajes míticos que se atrevieron a tomar Trujillo, con el único grito de “pan con libertad”.
Entonces decido regresar a mi casa y rumbo a ella pienso en esas tres horas que perdí en ir a lo que los “compañeros” llaman “La Casa del Pueblo”. Una vez en casa no puedo dejar de pensar en lo que vi. Ahora, qué le diré a mi padre cuando me pregunte por mi primera experiencia en el APRA, prefiero intentar distraerme con cualquier cosa, pero no puedo así que decido dormir. Tendido en cama no consigo dormir, no puedo dejar de pensar en lo que vi, y simultáneamente me vienen a la mente las historias de Alfredo Tello, de Barreto, será eso por lo que tantos sacrificaron tanto, será eso por lo que mi padre se quedó huérfano a temprana edad.
No lo entiendo, mi abuelo murió preso acaso por buscar un cargo dentro del APRA o por luchar por la justicia social. Espero que no sea así, espero que solo haya sido que fui en un mal día, espero por la memoria de cientos de abuelos de la democracia y por el Perú, que lo que vi no es el día a día del acontecer en el APRA y que la segunda vez que vaya todo será diferente y me den ganas ser como todos aquellos hombres que entendieron su vida, como una sacerdocio cívico dedicado a la justicia social.
Me despierto y me preparo para ir a la universidad, ya en la universidad, en medio de una clase, recuerdo una de las miles de historias que me suele contar mi padre sobre la epopéyica vida que tuvo mi abuelo y de como ésta lo llevo a morir tuberculoso en la cárcel. Ya en la tarde de regreso a mi casa, decido ir a conocer “eso” que hizo palpitar el corazón de miles de peruanos que, como mi abuelo y muchos abuelos más de la democracia, sacrificaron toda una vida tranquila en familia por otra llena de avatares y que en muchos casos culminó en una trágica y valerosa muerte.
Llego al local del APRA, en la famosa “Avenida de los Pañuelos Blancos” y al ver esa casona antigua con decenas de personas que dialogan y van de un lugar a otro, me entra una sensación extraña, como de nostalgia, pues las ya míticas historias escuchadas comienzan a asomar como si fueran parte de mi propio pasado. Pero a la vez tengo un sensación de expectativa y alegría, por fin voy a conocer “La Casa del Pueblo”, por fin entenderé a que hay detrás de tanto “loco apro”, como algunos los llaman.
Una vez dentro comienzo a buscar jóvenes que me puedan contagiar esas ganas de luchar por algo, en vez de vivir padeciéndolo. Busco, busco y hasta que por fin encuentro en una sala a un conjunto de jóvenes, y por la acalorada forma en que conversan pareciera que estuviesen en un debate ideológico, así que decido entrar.
Pero no entiendo lo que discuten, no escucho nada sobre las tesis antiimperialistas del Viejo, de las que tanto hablaba mi abuelo y de las que ahora me conversa mi padre; al parecer discuten por la elección de unos cargos. En eso comienzan los insultos e improperios, se dan pequeños amagos de bronca y termina intempestivamente la reunión.
Salgo de la sala en la que estaba y camino por lo que llaman “el Pasaje Arévalo” y vuelvo a ver varios grupos de jóvenes, pero entre estos grupos se atacan, sigo sin poder encontrar a alguien para conversar y decirle que quisiera ser como aquellos personajes míticos que se atrevieron a tomar Trujillo, con el único grito de “pan con libertad”.
Entonces decido regresar a mi casa y rumbo a ella pienso en esas tres horas que perdí en ir a lo que los “compañeros” llaman “La Casa del Pueblo”. Una vez en casa no puedo dejar de pensar en lo que vi. Ahora, qué le diré a mi padre cuando me pregunte por mi primera experiencia en el APRA, prefiero intentar distraerme con cualquier cosa, pero no puedo así que decido dormir. Tendido en cama no consigo dormir, no puedo dejar de pensar en lo que vi, y simultáneamente me vienen a la mente las historias de Alfredo Tello, de Barreto, será eso por lo que tantos sacrificaron tanto, será eso por lo que mi padre se quedó huérfano a temprana edad.
No lo entiendo, mi abuelo murió preso acaso por buscar un cargo dentro del APRA o por luchar por la justicia social. Espero que no sea así, espero que solo haya sido que fui en un mal día, espero por la memoria de cientos de abuelos de la democracia y por el Perú, que lo que vi no es el día a día del acontecer en el APRA y que la segunda vez que vaya todo será diferente y me den ganas ser como todos aquellos hombres que entendieron su vida, como una sacerdocio cívico dedicado a la justicia social.
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